CAPITULO 2
Y AHORA LA LUNA

 

"El futuro tiene muchos nombres. Para los débiles es lo inalcanzable.
Para los temerosos, lo desconocido. Para los valientes es la oportunidad".

-Víctor Hugo (1802-1885).

 

Con vehículos como el Vanguard no era posible ir a la Luna (Foto: NASA)    La Humanidad, desde las eras primitivas, ha levantado la cabeza y elevado los ojos hacia el cielo, observando las estrellas y la Luna. A lo largo de incontables siglos, nuestro satélite ha sido objeto de cuentos, leyendas e historias fantásticas. En casi todos ellos se le ha visto más como a un objeto lejano y misterioso (o tal vez como a Selene, una diosa, blanco impenitente de la romántica visión de los enamorados, de los juglares y del saber y folklore populares), que como a un cuerpo pétreo que orbita gentilmente alrededor de la Tierra desde tiempos inmemoriales.

    El envío de máquinas a escrutar su superficie ha destruido parte de su magia, pero no toda. La Luna continúa saliendo y desapareciendo tras el horizonte, dispuesta a inspirar a quién esté dispuesto a creer en ella.

NUEVOS OBJETIVOS

    Hasta hace pocas centurias, poco se sabía de nuestro satélite natural. Ha sido el empeño que los astrónomos han depositado en pos del descubrimiento de sus secretos lo que le ha hecho perder una gran parte de su encanto. Su labor ha servido para desmitificar muchas de las creencias que se hallaban enraizadas alrededor de la imagen fantasmagórica de la Luna; el estudio y el método científico han acercado a este compañero de la Tierra a nuestro conocimiento racional.

    En un principio, un reducido círculo de astrónomos observaba con paciencia sus fases, ayudándose en la explicación de su movimiento para resolver muchas de las incógnitas que afectaban a la Ciencia primitiva, mezcla de superstición y sabiduría.

    Sin embargo, muy poca gente era poseedora de un telescopio, herramienta fundamental para el observador de cuerpos celestes e instrumento elegido para poner la Luna al alcance de la metodología científica. Por ello, desde el propio Galileo, primer ser humano que la observó de forma sistemática, hasta los astrofísicos de nuestros días, media un abismo de concepción, de entendimiento de la naturaleza lunar.

    Precisamente, fue la visión cercana de la Luna, y por ende, la observación de sus cráteres, verdaderas cicatrices de carácter cósmico, uno de los hechos que violentaría con más fuerza las ideas preconcebidas de la época galileana. La imperturbable perfección de los cielos no podía ser cierta ante la existencia de cráteres deplorables que destrozaban y roturaban la inmensa faz.

La Luna, nuevo destino de la astronáutica (Foto: NASA)    La historia de Galileo es por otra parte conocida, así como las consecuencias que se derivaron de éste y otros descubrimientos. Con el paso de los años y de los siglos, la Luna ha continuado siendo estudiada desde lejos mediante sistemas no exclusivamente ópticos, y su serena belleza, por qué no decirlo, ha seguido siendo tan venerada como siempre. Esa lejanía, casi imposible, esa magia, continúan aún hoy en día embebiendo el corazón de muchos seres.

    La idea, aunque remota, de que el Hombre pudiese llegar a pisar algún día su superficie, se adivinaba fuera de toda razón. Un cambio de actitud hacia la vida, la visión de un mundo más racional, se apoderó -por fortuna- de las gentes de la Tierra con el devenir de las centurias. Y es así como la profundización en la observación de la Luna y la comprensión de sus movimientos dio lugar a otro concepto muy importante, fundamental en Astronáutica: la distancia.

    La Luna posee un movimiento propio y un tamaño y distancia respecto a nuestro planeta claramente finitos. El conocimiento aproximado de esta distancia que se interpone entre ambos nos da una idea de la escala del Universo, una idea primitiva pero suficiente. Y si, como decimos, ésta es finita, también nos hace ser conscientes de que puede ser recorrida de un modo u otro.

    En la literatura mundial, es fácil encontrar ejemplos de intrépidos viajeros dirigiéndose hacia Selene, en brazos de dioses o a bordo de barcos con velas que aprovechan el viento celestial. Cuando los pioneros de la Astronáutica soñaron con alcanzar el espacio a bordo de sus cohetes, no pudieron evitar pensar también en pisar algún día su superficie mediante la energía impulsora de estas máquinas. La Luna tiene algo misterioso que nos atrae. Es un lugar al cual se puede ir.

    ¿Debemos sorprendernos de que, después del lanzamiento de los primeros satélites artificiales, nuestra inquietud se dirigiera hacia nuestro más inmediato vecino?

 

OTRO PASO HACIA ADELANTE

    El programa soviético de exploración espacial (y por supuesto, el de los EE.UU.) contempló desde el principio la investigación de la superficie lunar. Para los primeros, con suficiente potencia a su disposición, era un objetivo natural después del éxito de los Sputniks. Para los segundos, conscientes de la explotación política y propagandística que sus rivales habían hecho del acontecimiento, era simplemente imperativo no quedarse atrás. Perdida la batalla, la primicia de la órbita terrestre, la próxima meta lógica se encontraba situada a 400.000 km de distancia.

    Las dificultades técnicas que esta meta implicaba eran, no obstante, enormes. En primer lugar, el guiado, que debía posibilitar el encuentro con tan distante objeto; en segundo, la necesidad de alcanzar la velocidad de escape, aquélla que permitiese abandonar definitivamente la atracción gravitatoria de la Tierra.

Los Bumper ensayarían el concepto multietapa (Foto: MM)    Para alcanzar los más de 40.000 kilómetros por hora que se precisan para escapar de la gravedad terrestre, existe por el momento un sólo método: el cohete. Éste, merced a sus motores, cuyo empuje debe ser suficiente como para elevar algo más que su propio peso, acelera constantemente en su viaje hacia el espacio. En su interior, transporta el combustible y el comburente (oxidante) necesarios para el funcionamiento de sus motores. Poco a poco, los tanques se vacían y el peso del lanzador disminuye paulatinamente, lo que hará aumentar la aceleración.

    En la práctica, es difícil diseñar un cohete de una sola etapa capaz de alcanzar una velocidad mínima que lo haga colocarse alrededor de la Tierra y, al mismo tiempo, que pueda transportar una carga útil. Una vez consumido el combustible, el módulo de propulsión del lanzador deja de ser útil y podría ser desechado. De hecho, la envoltura del cohete, los motores, los tanques, son peso muerto. Por ello, situar en órbita todas estas estructuras que no volverán a ser usadas supone un despilfarro energético imperdonable.

    Desde que a finales de los años Cuarenta se ensayara el método de las etapas sucesivas en el marco del programa americano Bumper, éste ha venido aplicándose de forma sistemática. En aquella época, el concepto multietapa se reveló como un pilar básico para el desarrollo astronáutico. El programa Bumper se creó con fines científicos para poder efectuar observaciones de la alta atmósfera, allá donde ningún cohete sonda había conseguido llegar aún. A un misil V-2 modificado, de los tantos que fueron capturados por los aliados al término de la Segunda Guerra Mundial, en Alemania, se le unía en su parte superior un pequeño y poco pesado cohete WAC Corporal, un sistema desarrollado por los americanos de forma autónoma. El WAC Corporal rompería varios récords de altitud: una vez lanzada la V-2 y agotado su combustible, pequeñas cargas explosivas lo liberarían, al tiempo que hacía ignición. El minúsculo cohete, actuando como segunda etapa, gozaría de la velocidad adquirida durante el vuelo de la V-2, su primera fase, y a ella sumaría su propio empuje y velocidad finales. El resultado sería inmejorable, algo así como trasladar nuestra rampa de lanzamiento a varias decenas de kilómetros de altitud y además partir con una velocidad inicial nada despreciable.

    No es posible, sin embargo, añadir más y más etapas para alcanzar velocidades cada vez más elevadas. El aumento de masa debe ir inteligentemente acompañado por primeras etapas de suficiente potencia que permitan despegar desde el suelo llevando sobre sí a toda esa mole; en la década de los Cuarenta, la construcción de estas super-máquinas quedaba aún lejos de las posibilidades técnicas de los ingenieros. Además, el aumento en el número de etapas y la creciente cantidad de motores complicaba exponencialmente el funcionamiento del lanzador, aumentando en la misma proporción las posibilidades de un fallo técnico.

    A pesar de todo, el Departamento de Defensa americano aplicaría esta teoría en sucesivas ocasiones, hasta lograr un cohete capaz de enviar una sonda hacia la Luna. Lo intentó con los vectores Thor-Able, Juno-II y Atlas-Able, dentro del programa Pioneer, pero el inicio de su particular historia estuvo plagada de fracasos. Por otro lado, las Pioneer sufrirían el fenómeno de la rivalidad entre servicios: el Ejército y la Fuerza Aérea compitieron por los escasos presupuestos y utilizaron sondas y cohetes distintos.

Keldish y Korolev propusieron enviar las primeras sondas a la Luna (Foto: MM)    Uno de los contrincantes de la carrera espacial tenía verdaderos problemas para mantener el ritmo, pero para que exista una verdadera competición, debe existir, por supuesto, un rival cualificado. Un oponente que en esta época sólo podía personificarse en una nación: la Unión Soviética. Después de su trascendental éxito en la puesta en órbita del Sputnik-1, primer satélite artificial de la Tierra, los soviéticos dejaron claros varios puntos: madurez tecnológica, poderío propulsivo, firme intención propagandística, y deseo de imponer su sistema político en el mundo demostrando su viabilidad contrastándolo con las hazañas que era capaz de dar a luz. El comunismo funcionaba porque bajo su poder se podían hacer grandes cosas, siempre "en beneficio de la Humanidad y en favor del saber científico". Al mismo tiempo, su superioridad técnica le posicionaba de manera admirable para combatir a la "amenaza capitalista". En el lanzamiento del Sputnik-1 se hacía una demostración de fuerza y se daba un aviso sobre el florecimiento de una superpotencia, tanto política como militar y tecnológica.

    Esta súbita explosión de poderío tuvo mucho que agradecerle al insigne Korolev y a todo su equipo. Este hombre, como muchos otros un verdadero soñador de los viajes espaciales, había creado la máquina volante más potente de la época, poniéndola a punto en un relativamente corto período de tiempo. El R-7 tuvo una limitada vida como misil intercontinental (de hecho, ni siquiera fue desplegado como tal, dada la vulnerabilidad de sus instalaciones de lanzamiento y su rápido desfase como arma táctica), pero era lo que Korolev necesitaba para mirar hacia la Luna.

    Consciente de que a pesar de su imponente potencia no podía alcanzar la velocidad de escape necesaria para llegar a ella, el ingeniero jefe ordenó el diseño de una etapa superior que fuese capaz de funcionar en el ambiente enrarecido del espacio y suministrar los 11,19 kilómetros por segundo que permitirían visitar Selene. Al mismo tiempo, presentó en 1958 un informe en el que delimitaba su estrategia para la exploración lunar, estrategia en la cual aún no se contemplaba el envío de hombres a su superficie. Un punto importante de su propuesta radicaba en el diseño de un sistema de guiado más perfeccionado que garantizase sobrevolar o impactar contra el objetivo.

    Las cosas, naturalmente, no se improvisan. El 8 de marzo de 1957, Korolev había fundado un departamento especial en el seno de su OKB-1 para el desarrollo de naves espaciales. Ya en abril, su cabeza visible, M.K. Tikhonravov, presentaba un informe titulado "Un Plan de Investigación para la Creación de Satélites Tripulados y Naves Espaciales Automáticas para la Exploración Lunar". En su apretada prosa llena de tecnicismos se resumían las ambiciones de conquista espacial que los soviéticos pensaban llevar a cabo durante los próximos años.

 

    Para ambos proyectos, sin embargo, y como ya se ha dicho, se precisaba la adición de una etapa superior que otorgara al misil R-7 (8K71) la velocidad necesaria para lograr los objetivos trazados. En verano, y cuando apenas se habían iniciado las pruebas con el nuevo I.C.B.M., los ingenieros habían resuelto las diversas opciones posibles.

    De nuevo se recurrió a la única fuente posible para la construcción del motor que debería equipar a esta etapa superior. El OKB-456 dirigido por Valentin Glushko se ocuparía de ello. No obstante, el reto no sería sencillo ya que la complejidad del diseño de un motor que debe entrar en ignición casi en el vacío era precisamente lo que había dado su extraña forma al R-7, un misil cuyo sistema de propulsión se encendía en tierra intentando evitar posibles problemas.

El lanzador 8K72 para los primeros vuelos lunares (Foto: Mark Wade)    Tan crucial era el desarrollo del motor que Korolev decidió que fueran en realidad dos los que fueran diseñados, y además por grupos diferentes. Así, mientras Glushko se ocupaba de su denominado RD-109 (8D711), Korolev le encargó otro llamado RO-5 a su OKB-1, con la asistencia del departamento OKB-154 dirigido por S.A. Kosberg.

    El RO-5, con un empuje de 5 toneladas y consumiendo queroseno y oxígeno líquidos, sería el motor adecuado para las primeras misiones de las sondas lunares. Sería integrado en el llamado Bloque E (8K72E), o etapa superior. También el R-7 debería ser modificado ligeramente para albergar este nuevo pasajero: se plantearon dos nuevas versiones llamadas 8K72 y 8K73, de las cuales sólo la primera fue finalmente construida. La 8K72 llevaría el motor RO-5, mientras que la 8K73 debería usar el motor de Glushko, el RD-109, con un empuje doble (10 toneladas) y consumiendo oxígeno líquido y U.D.M.H (dimetilhidracina disimétrica).

    La elección de esta combinación de propelentes por parte de Glushko, quien obstinadamente no quería usar queroseno, contrarió a Korolev ya que se trataba de una combinación no probada y por tanto arriesgada, abriendo la puerta a retrasos que no se podía permitir. Finalmente, el 8K73 no sería construido y las peleas entre ambos genios de la astronáutica soviética no harían sino comenzar.

    En diciembre de 1957, todos los diseños estaban a punto. En agosto de 1958, el motor RO-5 (también llamado 8D714 o RD-0105) estaría listo para ser probado en vuelo. Antes, el 10 de julio de 1958, Korolev ordenó el lanzamiento de un R-7 (8K71/III B1-14) equipado con una maqueta de la etapa superior para verificar su comportamiento aerodinámico en una ruta suborbital. No está muy claro qué ocurrió con esta misión, ya que algunas fuentes explican que un problema en el acelerador D obligó al aborto del despegue y la retirada del vehículo de la rampa de lanzamiento. En cambio, otras apuestan porque el misil despegó, aunque el mismo acelerador falló, desprendiéndose del cohete y haciendo que éste acabara estrellándose.

Un vehículo E-1 unido a su etapa superior, el Bloque E (Foto: MM)    La propuesta original de crear un R-7 con etapa superior y alcanzar con él la Luna databa de 1955, cuando el Sputnik-1 aún ni siquiera había sido imaginado. La idea era demasiado prematura para ese momento, pero el 28 de enero de 1958, y tras haber trabajado codo a codo con Mstislav Keldysh, Korolev presentó una propuesta formal al Comité Central del Partido Comunista. Una frase destacaba sobre todo lo demás en dicho informe: "El nivel de desarrollo tecnológico actual hace posible realizar un viaje a la Luna mediante un cohete". Y a continuación se enumeraban los objetivos: un impacto violento visible desde la Tierra y un vuelo circunlunar para tomar imágenes de la cara oculta.

    Aunque el propósito de las misiones automáticas sería la preparación de la llegada del Hombre a nuestro satélite y los planetas, éstas tendrían un valor mucho más cercano y palpable: la confirmación del poderío soviético en el espacio.

    No era necesario preparar una gran sonda cargada de instrumentos científicos. Bastaba con seguir la ruta marcada por el Sputnik-1 y arrebatar a los americanos la primicia. Después, las misiones serían cuidadosamente planteadas para producir el máximo impacto en la opinión pública internacional.

    El plan inicial, más concretamente, constaba de cuatro tipos de sondas. Siguiendo el orden establecido, la nave automática lunar sería bautizada como Object-E (Ye, en el alfabeto ruso): la versión E-1 (Luna-A) tendría como objetivo el impacto contra la Luna y pesaría unos 170 kilogramos; la E-2 (Luna-B) alcanzaría los 280 kilogramos y sobrevolaría el satélite para fotografiar su misteriosa cara oculta con un equipo de cámaras diseñado por el centro NII-380 (Yenisey-1); la E-3 (Luna-V), con sus 280 kilogramos, también fotografiaría la cara oculta y estaría equipada con cámaras diseñadas por el OKB-MEI; por último, la E-4 (Luna-G), de 400 kilogramos, intentaría impactar ocasionando una explosión nuclear. Con el paso de los meses, la masa de casi todas ellas variaría y también sus características definitivas.

La sonda E-1, más tarde bautizada Luna o Lunik (Foto: MM)    En verano de 1958, estos planes habían cambiado sustancialmente ya que las E-2 habían sido canceladas y sustituidas por las E-2A (con cámaras Yenisey-2), mientras que las E-4 también habían desaparecido. A finales de 1958, el NII-380 continuó trabajando en un modelo más avanzado de cámaras (Yenisey-3) que propició la aparición de una versión suplementaria: la E-2F.

    Demostrar que su sonda había llegado a Selene era la gran obsesión de Korolev. En un momento determinado se pensó en dotar a las E-1 con explosivos para que el acontecimiento fuera detectable desde la Tierra, pero la operación probó ser impracticable. La opción de una carga nuclear fue desestimada inicialmente y quedó relegada a una versión específica, la E-4. Por fin, se optó por utilizar el transmisor de la sonda como baliza de señales. En el momento del impacto, las estaciones terrestres dejarían de oír el bip-bip y entonces podría inferirse que la nave había llegado a su destino.

    En el plan preliminar se especificaba que las E-1 serían lanzadas a bordo del cohete 8K72 y que las restantes, dada su mayor masa, lo serían mediante el 8K73. Se incluía asimismo un calendario: en junio o julio de 1958 se lanzaría un 8K71 para ensayar la compatibilidad con la etapa superior; en agosto o septiembre se enviaría la primera sonda E-1 en ruta de impacto; y en octubre o noviembre se sobrevolaría la Luna para fotografiarla con una E-2 o E-3.

    Todo ello se retrasaría sustancialmente debido a las dificultades técnicas inherentes al nuevo proyecto. Por un lado, ya hemos mencionado el fracasado experimento que incluía el uso de un R-7 equipado con una etapa superior simulada. Korolev quería comprobar el sistema de radioguiado, que había sido restituido dada la necesidad de obtener una ruta muy precisa hacia la Luna, y también ensayar las versiones operativas de los motores de la primera etapa y los aceleradores (8D74 y 8D75). Por otro lado, varios ensayos del I.C.B.M. R-7, durante la primera mitad de 1958, acabaron en fracaso, amenazando el cumplimiento del calendario. El primer vuelo a la Luna no podría hacerse ya en agosto.

    Para empeorar las cosas, y como suponía Korolev, Glushko se encontró con verdaderas dificultades para poner a punto su motor RD-109, retrasando la construcción de la versión 8K73 del cohete lunar y haciendo lo propio con las misiones más sofisticadas que se le habían encomendado. Dicho motor sería eventualmente abandonado y sustituido por otro más avanzado, el RD-119, pero para entonces (1960), el 8K73 ya habría sido cancelado sin haber volado nunca.

    Así pues, el despegue previsto para el 18 de agosto (8K72 B1-3) tuvo que ser retrasado durante un mes, hasta la próxima ventana de lanzamiento (oportunidad en la que la Luna y la Tierra se encuentran en las posiciones relativas adecuadas para un viaje óptimo en términos energéticos). Korolev, en todo caso, no tuvo inconveniente en esperar un poco más: los americanos acababan de fallar su propio envío lunar, realizado el 17 de agosto. más

meratrim