INTRODUCCION
"El autor que ha alcanzado fama, corre el riesgo de
verla disminuir,
tanto si sigue escribiendo como si deja de hacerlo".
-Samuel Johnson (1709-1784).
Las instalaciones de Shemya, en una estéril isla aislada de Alaska, en las Aleutianas, no son el mejor lugar para vivir. Pero para el personal de la NSA (National Security Agency), son lo más parecido a un hogar al que hay que acostumbrarse. Situada en el mar de Bering, la llaman “la Roca”, y por motivos bien comprensibles. Se trata de una isla pequeña, de algo más de 3 por 6 km, en la que apenas caben algunos barracones y una pista de aterrizaje. Aquí soplan fuertes vientos y se siente temblar la tierra con frecuencia.
La hostilidad
del paraje, no obstante, tiene sus ventajas. A un tiro de piedra del continente
asiático, está perfectamente situado para un claro propósito: espiar y capturar
en secreto toda la inteligencia electrónica que sea posible, para poder informar
de inmediato a las autoridades estadounidenses sobre cualquier actividad
misilística soviética. Desde su corta pista despega y aterriza cada poco tiempo
un avión llamado Rivet Ball, un RC-135S de la Fuerza Aérea equipado como ningún
otro aeroplano de la época. Una aeronave que, dotada con numerosas antenas y
receptores, es capaz de hacer un seguimiento de la última fase del vuelo de los
misiles intercontinentales de la U.R.S.S., habitualmente dirigidos hacia el
Pacífico y la península de Kamchatka.
En 1961, las tareas del Rivet Ball y de otros equipos instalados en Shemya aún
están en rodaje, pero los resultados ya son más que satisfactorios. Tanto que
los soviéticos sospecharán pronto de estas actividades, conscientes de que están
siendo vigilados a todas horas del día. En efecto, el avión no sólo lleva
instrumental para detectar y registrar señales electrónicas y comunicaciones,
sino también un amplio arsenal fotográfico. Y esto les incomoda sobremanera.
Hoy 12 de abril, cuando el Sol desgrana ya sus últimos coqueteos con esta
inhóspita pero hermosa tierra, Shemya va a ser espectadora involuntaria de un
momento histórico. En la todavía corta carrera de la exploración del espacio, ya
son varias las primicias protagonizadas por la Unión Soviética. Pero nada
comparado con esto: Yuri Gagarin, el primer hombre que alcanzará el espacio
orbital, acaba de partir desde las estepas de Kazajstán, y se encuentra
realizando el viaje tripulado más rápido de la historia.
A las 06:25 UTC, apenas 18 minutos después de su lanzamiento, el cosmonauta
entra en el área de influencia de la estación situada en Yelizovo, y reanuda el
contacto perdido poco antes con Kolpashevo, desde donde se siguió buena parte de
la ascensión hasta el momento de la inyección orbital. Yelizovo, llamada Zarya-3
durante esta misión, recibe la señal en VHF procedente de la cápsula de Gagarin.
A través de ella el viajero espacial solicita información sobre el estado de su
nave y su trayectoria. Mero espectador y pasajero dentro de un vehículo
eminentemente automático, el joven Yuri se limita a seguir el programa de vuelo,
y tiene deseos de conocer cómo van las cosas. Pero Zarya-3 tiene poco que
decirle, más que tranquilizarlo y afirmar que todo marcha bien.
Su conversación, sin embargo, ha tenido oyentes no del todo inesperados. A las
06:26 UTC, la cosmonave Vostok se eleva sobre el horizonte local y sus señales
son interceptadas en Shemya. Tras un rápido análisis, es evidente que no se
trata de un nuevo misil en trayectoria balística, sino de un satélite, pero uno
muy especial: las voces que provienen del espacio pertenecen a un humano. Y a
juzgar por lo que sugieren, no se trata de un episodio previamente registrado.
Los instrumentos de Shemya, óptimamente equipados para la inteligencia
electrónica, detectan además una señal televisiva, si bien los técnicos no
conseguirán descifrarla de forma correcta. Deberán pasar varios años antes de
que fuentes diversas confirmen que la nave llevaba una cámara de televisión a
bordo, y que Gagarin activaba periódicamente las luces de la cabina para que su
imagen pudiera verse en el centro de control mientras se mantenía sobre
territorio soviético.
Escapando de la huella de captación de Zarya-3 gracias a su rápido
desplazamiento por el cielo, Gagarin seguirá su viaje alrededor de la Tierra, ya
con el contacto interrumpido. Futuras comunicaciones, ante la falta de
estaciones de seguimiento, se harán mediante onda corta.
Muy al sur de Shemya, en otra remota isla, esta vez en el archipiélago de Hawai,
la historia parece repetirse. Un grupo de americanos se encuentra en la Tern
Island, donde se halla suficiente equipo militar para escuchas clandestinas. Con
el crepúsculo instalado sobre la región, y la Vostok aún iluminada por el Sol
debido a su altitud, será muy sencillo para aquellos sorprendidos espectadores
detectar su presencia vertiginosa en el cielo. Ha transcurrido apenas media hora
desde el despegue. Utilizando binoculares de 25 aumentos, el personal sigue el
punto luminoso mientras cruza la bóveda celeste. Con este punto de referencia
visual, una antena puede captar las señales direccionales procedentes del
vehículo, incluyendo parte de la telemetría que transporta las constantes
vitales del piloto (como el ritmo cardiaco). Después, atrapada definitivamente
por la oscuridad, la Vostok deja de ser visible a simple vista y se pierde su
rastro.
A las 07:22 UTC iniciará el descenso gracias a la activación de su retrocohete.
Todo va bien y, treinta y tres minutos más tarde, Yuri Gagarin se posa cerca de
Saratov, completando una hazaña que transformará el mundo…
Radio Moscú no anunció el lanzamiento
del Cosmonauta Número 1 hasta las 07:00 UTC, a medio camino de su relativamente
corto viaje. Esta postura, repetida en numerosas ocasiones y que permitía
mantener un registro de éxitos casi impoluto, pues los fracasos eran ocultados
sistemáticamente y los triunfos sólo se daban a conocer cuando había grandes
probabilidades de que llegaran siéndolo aún al final, no extrañaba del todo a
los analistas occidentales. Durante la Guerra Fría, y más durante los primeros
años de la Conquista Espacial, cada victoria era un resonante eco de propaganda
para una u otra facción. La U.R.S.S. en particular trataría de explotar en lo
posible este creciente capital que se medía en prestigio y respeto mundiales.
Reconocer los fallos, lógicos por otra parte en cualquier emprendimiento
científico avanzado, socavaría la posición alcanzada duramente por éxitos como
el Sputnik-1, el vuelo de Laika o el Luna-1, y por tanto éstos debían mantenerse
rodeados por el más profundo de los misterios. Negar y hasta mentir eran
posiciones perfectamente legítimas ante un bien mayor. Ocultar la identidad de
los cerebros que hacían posible los grandes logros alcanzados era cuestión de
sincera lógica, pues impediría que fueran secuestrados por los agentes del
rival. En definitiva, la U.R.S.S. informaba a Occidente de sus hazañas
tecnológicas para demostrar que su régimen político, el mismo que las había
respaldado y alimentado, era mejor, mientras mantenía secreta toda información
sobre fallos, objetivos o futuros emprendimientos cuyo conocimiento pudiera dar
ventaja a los americanos.
El presidente Kennedy estaba bastante bien informado sobre los aspectos
fundamentales de la iniciativa soviética en el espacio. Ante el inminente
lanzamiento de un cosmonauta ruso, revelada por múltiples síntomas puestos de
manifiesto por los servicios de espionaje, encargó con antelación una nota de
felicitación a su colega del Kremlin. Sabía que el programa norteamericano, el
Mercury, no llegaría a tiempo. Lo que probablemente no esperaba Kennedy, como no
lo esperaba Eisenhower tras el Sputnik-1, era las repercusiones que tendría
dicho vuelo, y la incómoda posición en que dejaría a los americanos. Las
naciones que habían caído o podían caer en la influencia del comunismo,
valoraban sobremanera acontecimientos como éste, que reforzaban aún más la
potencia en todos los órdenes de una ideología política, económica, militar y
social que aspiraba a más. Los países “capitalistas”, mientras tanto, se sentían
defraudados, y empezaban a mirar con otros ojos la preeminencia estadounidense
tras la Segunda Guerra Mundial.
Lo ocurrido exigía una contestación inmediata y decidida. Y Kennedy decidió que
la respuesta de los Estados Unidos sería el aterrizaje de hombres en la Luna.
El secretismo soviético había alimentado los temores americanos, mientras sus
gestas continuaban sugiriendo una supremacía incontestable en diversos campos de
la cohetería. Su superioridad, que sólo podía intuirse, pues nunca nadie sabía
cómo lo hacían ni qué harían después los rusos, obligó a Kennedy a arriesgarse y
a seleccionar un objetivo lo bastante complejo, caro y alejado en el horizonte
temporal como para que la maquinaria norteamericana tuviera el tiempo suficiente
para emprenderlo con garantías de éxito. De este modo, la actitud casi
clandestina de los soviéticos causó, paradójicamente, su perdición. Les obligó a
enfrentarse a los estadounidenses en un terreno por primera vez no elegido por
ellos, y a dedicar ingentes recursos de los que su sociedad militarista
difícilmente podía desprenderse. De la sorpresa labrada en una ventaja
circunstancial, pasaron a la urgencia tecnológica, a las rivalidades intestinas
y a los problemas presupuestarios. Con la desaparición de algunos de sus héroes,
que habían llevado con mano férrea los destinos de la primera década espacial,
la U.R.S.S. se encontró en graves dificultades. Programas iniciados tardíamente,
de magnitudes enormes, no pueden ser nunca la respuesta ante el empuje de la
locomotora americana cuando ésta lleva varios años acelerando hacia un único
objetivo, a pesar de los problemas. Y cuando, a pesar de todo, parecía que la
Unión Soviética aún tendría algo que decir en esta carrera lunar, llegaron los
Apolos 8 y 11, dando el tiro de gracia a toda escasa esperanza de victoria.
Perdido el interés por la iniciativa (no hay gloria en ser segundo), esa gran
infraestructura que había casi estrangulado a la economía del país dejó de verse
favorecida y se desmoronó rápidamente. Aunque no del todo.
El Gobierno soviético optó por felicitar a sus rivales en la conquista lunar,
pero también por devaluar su logro. Apostó por ensalzar otras formas de
exploración, y no tuvo más remedio que negar que algún día combatió codo con
codo en la misma competición. El programa tripulado lunar soviético fue borrado
de toda descripción histórica general, y sus misiones, enmarcadas como
implicadas en otras iniciativas totalmente ajenas. Sus protagonistas, que no
habían surgido casi nunca del anonimato, tuvieron que continuar callando,
mientras buena parte de los vestigios materiales del proyecto, de las naves y
cohetes, eran destruidos o desguazados.
Oficialmente, la U.R.S.S. nunca había querido alunizar con sus hombres, y
tampoco había razón para emprender algo así en el futuro. Pero en lo más
recóndito de algunos centros de diseño, a menudo sin conocimiento de instancias
superiores, aún se continuó trabajando durante años en un posible retorno. El
anuncio de la NASA de que América debería abandonar la Luna tras el Apolo-17
otorgó esperanzas a algunos viejos jefes de la parafernalia aeroespacial
soviética, quienes creían que su país podría recoger el testigo en los años 80 ó
quizá en los 90. Sin embargo, ese sueño se desvanecería finalmente cuando la
nación galopó hacia el colapso y, finalmente, desapareció como tal.
A diferencia de los dirigentes de la U.R.S.S. que dominaron la escena política
en los años 50, 60 y 70, muchos autores opinan que un fracaso final no implica
necesariamente olvido o ausencia de mérito. Esta es la razón por la que la
historia del esfuerzo de todo un país por conquistar la Luna, antes y después de
que lo lograran los americanos, continúa siendo merecedora de ser contada.